Occidente ha asistido anticipadamente a su final. En la tragedia que se ha consumado en ese bellísimo museo de Mosul, donde se custodiaban obras maestras del gran arte, la gran cultura, Occidente ha visto la muerte de su propia civilización, evocada de manera inigualable por Benedicto XVI en su incomprendido discurso de Ratisbona.
La gran civilización occidental es una civilización en la que la variedad de formas de vida, de pensamiento, de costumbres han sabido, y saben, encontrarse, conocerse, valorizarse, combatirse cuando es necesario, pero todo por una novedad de vida humana e histórica que es el signo de la civilización.
Todo esto, guste o no, se está acabando, si no lo ha hecho ya. El horizonte está marcado por la bandera negra del Califato, bajo la cual yacen la libertad de conciencia y de corazón, la libertad física, la libertad de vivir dignamente y de profesar las propias convicciones de manera libre y responsable.
La masacre, las atrocidades, se han convertido en algo normal en el imaginario del hombre occidental. Lee sobre ellas superficialmente en los periódicos o en las redes sociales, mira distraídamente las imágenes en la televisión mientras cena tranquilamente, como si fueran acontecimientos de otro mundo. La civilización se ha acabado. Un sociedad moribunda no tiene ni siquiera la capacidad de una auténtica revisión crítica de la propia vida. Y si la tuviera, sería necesario que emergieran todos lo que, consciente o incoscientemente, han preparado y siguen preparando, en las formas más distintas, este final: todos los que han perseguido al diálogo más allá de todo límite; todos lo que, en el fondo, tienen más miedo de la fe cristiana que de la barbarie de la ideología islamista.
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